Teniendo en cuenta las agudas aristas que caracterizan al tiempo presente, quizá pueda producir cierta sorpresa en algún lector esta breve disgresión centrada en el tema de la donación. En mi descargo, me permito recordar que ha de tenerse en cuenta que la donación es uno de los pocos ejemplos que podemos encontrar de una conducta que, situándose al margen de la lógica del capital, materializa por sí misma la idea de fraternidad[1]. Esta última se concreta a través del don, pues el acontecimiento de la donación lleva el posible acaecer de la fraternidad hasta el acontecer más tangible que pueda darse de ella, más allá del cálculo de intereses o del coste de oportunidad que sea posible otorgar a la asignación de recursos en una política inspirada por la idea de la esencial y universal comunidad de lo humano. Huelga decir que, tanto la economía como la política han de pensarse en nuestra época desde una perspectiva globalizada. Esta misma perspectiva conduce, a su vez, a replantear el concepto de fraternidad desde el único horizonte en el que hoy puede concretarse: horizonte de la justicia global.
Por otra parte, la simplicidad aparente del gesto de otorgar un don esconde una complejidad que no se deja expresar fácilmente mediante el lenguaje, que se resiste a ser dicha a través de un sistema conceptual pautado según una lógica a la que el don es tan extraña. Por eso Derrida sostiene que «el acontecimiento del don no debería poder ser dicho», ya que, «desde que uno lo dice, lo destruye. Por expresarlo de otra forma, la medida de la posibilidad del acontecimiento viene dada por su imposibilidad. El don es imposible, y no puede ser posible sino como imposible». Pese a ello, admite el pensador francés al mismo tiempo que «no hay acontecimiento más esperable que el don que rompe el cambio, el curso de la historia, el círculo de la economía»[2]. No hay, por tanto, suceso menos previsible ni más digno de ser esperado que la donación. En este punto, la sintonía con Lévinas no puede ser más clara. No olvidemos que éste, a partir de Totalité et Infini, considera que «el acontecimiento aparece como la producción misma de la trascendencia»[3].
A modo de ejemplo de lo que constituye en realidad el donar, Derrida ha hablado del perdón, acción y gesto en el que, sin otorgar nada material el donante, atraviesa con el acto que lo acompaña toda posible materialización de la acción de entregar algo valioso por la misma necesidad de donarlo, sin pedir nada a cambio, sin esperar nada que provenga del otro en compensación. Insistiendo además en que, en sentido estricto, el perdón ha de perdonar lo imperdonable, pues no puede considerarse como verdadero perdón si lo que se perdona es percibido como algo disculpable o abierto de antemano a ser perdonado. Esta argumentación nos proporciona una idea precisa del calado que poseen los procesos en los que, como el llevado a cabo en Sudáfrica a instancias de Nelson Mandela, se persigue la reconciliación nacional tras un largo período en el que se han sucedido una tras otra, tantas acciones imperdonables. Aante todo, de lo que se trata en estos procesos, es de articular la donación colectiva de un perdón que perdona lo que no puede ser perdonado.
Como ya hemos podido intuir a través de las referencias que hemos hecho a Lévinas, perdonar, otorgar el perdón a quien nos ha hecho daño, es una acción que no tiene nada de la naturalidad o sencillez de otros gestos, tampoco puede considerarse el inicio o la expectativa de una transacción. Por su parte, Derrida demuestra que la posibilidad del perdón radica en su misma imposibilidad[4]. El perdón es posible en el mundo porque alguien que decide a asumir los riesgos de ponerlo en práctica, y lo hace por alguna razón que en principio desconocemos. Con ello, contra todo pronóstico, se muestra convencido de la necesidad de perdonar aquello que nadie está dispuesto a considerar como susceptible de ser perdonado.
Queda claro que no nos referimos con esta expresión a una secuencia temporal en la que se van sucediendo los estados de ánimo y surgiendo las acciones que a ellos corresponden. Por el contrario, para que exista el perdón, para que otorgar el perdón sea un ejemplo aceptable de donación, lo perdonado tiene que seguir teniendo para quien perdona la naturaleza espinosa e inasimilable que caracteriza a algo que no puede perdonarse y, por tanto, ha quedado anclado en un tiempo al margen del tiempo, en un espacio de posibilidad que queda siempre más allá de lo realizable. En eso radica la importancia de ese gesto, por ello podemos hablar de imposibilidad posible cuando nos referimos al perdón.
Hay aquí una praxis específica, surgida en un nuevo espacio y posibilitadora a su vez de todo un ámbito inédito de acción. En este punto lo no dicho, lo inexpresable, se manifiesta por medio del propio decir inscrito en la acción. Por ese motivo, en un texto convertido ya en un clásico como es Violence et Métaphysique, Derrida acaba haciendo una llamada a la praxis, confrontando una y otra vez el discurso de Lévinas con la práctica discursiva y política, en el más amplio sentido de este término[5], persiguiendo el objetivo de contrastar su operatividad. Lo que viene a referirnos es que en lo dicho y en lo no expresado en el mencionado discurso hay siempre una apelación a actuar que la mayoría de sus intérpretes ignoran o dejan de lado. Algo similar ocurre, advertimos cuando lo miramos con detenimiento, con el propio discurso de Derrida[6]. Sin duda, él mismo se siente próximo a Lévinas en este aspecto como en tantos otros y se reconoce compartiendo el estoicismo con el que su admirado amigo ha soportado a lo largo de los años este tipo de reproches.
No obstante, contra la interpretación de Derrida, Jean-Luc Marion considera que puede discutirse el postulado de la gratuidad del don, preguntándose si en verdad no recibe nada el donante, si no hay una expectativa de compensación que concede una trascendencia económica a su gesto[7]. Si reflexionamos sobre este planteamiento llegaríamos tal vez a admitir que, en realidad, puede hablarse de la compensación en términos no estrictamente económicos, impropios de una relación reducible a elementos crematísticos, que queda descartada por la naturaleza misma del don[8].
A pesar de ello, para Marion, «el don coincide con su razón, porque su simple donación le resulta suficiente como razón. Razón que se otorga su suficiencia en sí misma”, ya que “el don se da su razón de ser al donarse»[9]. No necesita justificación, ni puede tenerla en muchas ocasiones; con lo que, si bien resultaría pertinente en general volver a plantear la cuestión del hipotético trasfondo económico del don, hay casos en los que habremos de concluir que no hay trasfondo de naturaleza crematística en el gesto o que, si de algún modo lo hubiere, su presencia lo dejaría todo pendiente de ser aclarado en algunas aproximaciones ulteriores. El análisis de Marion nos pone sobre aviso de un aspecto que hasta aquí no nos habíamos detenido a comentar de forma explícita. Se trata, como es fácil suponer, de la donación cuanto ésta, más allá de toda interpretación restitutiva, se entiende como un acto de justicia global que trasciende, en consecuencia, cualquier interpretación en términos de intercambio económico. Desde este punto de vista, las obligaciones morales de los países desarrollados con aquellos otros que se encuentran en una situación de menesterosidad, no pueden entenderse ni como actos de caridad ni como inversiones a largo plazo. Tampoco, como ya se ha apuntado, a la manera de acciones interpretables en el contexto de la justicia restitutiva, a modo de compensaciones por la explotación económica sufrida, a veces durante siglos. Por el contrario, han de ser interpretados desde el paradigma de la justicia global, una justicia que no puede materializarse sin la donación.
En todo caso, si hay una consideración que no puede eludirse llegados a este punto, es que esta apreciación nos lleva a analizar la dicotomía existente entre la donación de lo posible y la donación de lo imposible. Estas dos opciones que, siguiendo el propio análisis de Derrida del que antes hemos dado cuenta, parecen presentarse en irresoluble contraposición, pueden encontrarse en ocasiones, sin embargo, en una virtual coimplicación en determinadas experiencias de donación. En ellas, lo imposible está presente y ausente al mismo tiempo, otorgando un sentido trascendente al proceso.
Desde esta perspectiva, podría considerarse incluso que, como hace notar Caputo, «para Derrida, lo imposible no es donado jamás, es siempre diferido». Así pues, en términos generales, podríamos plantear incluso que «la deconstrucción responde al deseo de algo imprevisible; de algo que está por llegar y por lo que lloramos y rezamos. La deconstrucción es deseo de un Mesías que no (a)parece nunca, de un espíritu sutil o espectro que las crudas luces de la realidad anularían»[10].
Podemos considerar así, aunque el lenguaje que emplea Caputo no sea tal vez el más indicado para apreciarlo, que sin duda se hace patente un sentido ético, en la acepción lévinasiana del término, en el trasfondo del análisis que Derrida hace de la donación. De esta forma, aunque anclado en posibilidades de las que no cabe ser conscientes sin un previo esfuerzo reconstructivo, donar sigue siendo un gesto que se explica por el deseo de otorgar lo imposible, de realizar el esfuerzo necesario para que el espacio de posibilidad de la fundamentación ética de la política se enriquezca con un elemento con frecuencia ignorado pero esencial. Este sentido, la donación puede ser entendida como un donarse, un generoso entregarse a eso que, a falta de mejor definición, podríamos seguir denominando el bien común. Pero, abundando en lo que ya se ha subrayado antes, en la realidad que habitamos, el bien común no puede ni tan siquiera ser pensado al margen del paradigma de la justicia global.